Ayer no fui a trabajar: había acumulado horas extra en
las últimas semanas y me lo compensan así. En mis tiempos sindicales me habría
negado a esta compensación, claramente fuera de convenio, pero en mis tiempos
de prácticas no habría tenido tampoco el día libre, así que daremos por buena
la libranza como precio por no querer batallar ni con los jefes ni con mis
excompañeros sindicales.
Como echaba en falta mi ración diaria de oír
gilipolladas, encendí la tele. Una especie de juicio simulado apareció en
pantalla, donde una señora y un señor, ambos con las venas hinchadas,
explicaban con vehemencia su conflicto a la muchedumbre. Si lo reprodujera aquí
tal cual, quedaría un texto la mar de zafio, así que prefiero resumir lo esencial.
El señor y la señora eran vecinos de chalet. El señor
tenía una preciosa casa con sistema antirrobo incorporado y con chapita a la
entrada que informa a los ladrones de la existencia de tal sistema y de la
conexión a la Central de Seguridad y todo eso. La casa de la señora era más
modesta y no tenía más sistema antirrobo que el cerrojo de la puerta y una
estampita de la Virgen de los Remedios gastada de tanto uso.
Resulta que los ladrones habían entrado en la casa de la
señora y se habían llevado todo lo que habían podido, incluidos objetos
personales de valor calculable (lo calculó el Seguro). Y ahora la señora le
estaba pidiendo una indemnización… ¡al vecino! ¿Por qué?
Porque, según ella, los ladrones no entraron en la casa
del señor (a todas luces más suculenta) disuadidos por la chapita informadora
de la existencia de la conexión a la Central de Seguridad, motivo por el cual
se habían decidido a entrar en la suya. Por tanto, el vecino tenía
responsabilidad subsidiaria. El razonamiento de la señora no acababa ahí:
alguien como su vecino, que tiene una casa con sistema antirrobo, no debería
poner una chapita informando a los ladrones. De esa manera, los ladrones
entrarían a robar y la policía les detendría alertados por la conexión a la
Central de Seguridad. Los ladrones, una vez capturados, ya no podrían robar a
la vecina. O sea, a ella.
El argumento, inconsistente a primera vista, no era sin
embargo tan baladí. Aquí lo que entraba en colisión era la legítima seguridad
personal del vecino con el principio de solidaridad y bien común. ¿Qué tenía
prioridad: el “que roben a los demás mientras a mí no me afecte” o el “que me
intenten robar a mí para capturarlos y no puedan robar a los demás”? En cierto
modo, la cosa tenía su miga.
Salió al fin el juez a dar su veredicto y, en lugar de
sacar el martillo para percutir la mesa, sacó una pistola y se percutió los
sesos. Tal cual. La sangre salpicó toda la pantalla. Más allá de los motivos de
tal actuación, aquí podríamos entrar a valorar que, si el programa era grabado,
¿por qué lo habían emitido?; y si el programa era en directo, ¿por qué no
interrumpían la emisión?
Horrorizada, corrí a la cocina en busca de un trapo y
volví al salón. Me acerqué con cuidado a la tele… y comprobé aliviada que la
sangre sólo había manchado el otro lado de la pantalla.
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