viernes, 13 de enero de 2012

COSAS QUE PASARON AYER (XI)

Dulcinea O’Callaghan, dejando al margen posibles polémicas con sor Pullido, nos obsequia un nueva entrega de su interesante rutina diaria. Ya sabéis que vosotros también podéis contarnos las cosas que os sucedieron ayer a través de anonimosindocumentados@gmail.com y leer todas las historias en www.cosasquepasaronayer.blogspot.com.



No caeré en la tentación de replicar a sor Pullido -o a quienquiera que esté detrás de ese nombre- porque, de alguien que razona de la manera que lo ha hecho, no puede esperarse que comprenda más allá de sus enclaustradas ideas. Por otra parte, agradezco que me dedique sus líneas y su tiempo en vistas de que es la única persona que ha tenido la deferencia de opinar sobre la duda que dejé en el aire. Así que, sin más, relataré el episodio que me tocó vivir ayer.

Cada mañana voy andando a trabajar. Es cierto que podría ir en metro o en el autobús urbano, pero esa media hora de caminata, y otro tanto a la vuelta, me sirve para hacer un poco de ejercicio y, sobre todo, para ordenar mis ideas con el aire que me da en la cara, aunque sea aire de ciudad. Únicamente cuando diluvia cambio la rutina: un par de veces al año.

Ayer hacía frío, pero salió una mañana radiante y, a la misma hora de siempre, salí de casa hacia la oficina. Y también, como siempre, me pilló en rojo el semáforo de la primera calle que tengo que cruzar.

Abro aquí un paréntesis para explicar lo que me ocurre muchas veces en este sitio. Suelo cruzarme con un chico joven que espera al otro lado del semáforo. Se ve que tiene el mismo horario que yo; y la oficina, en el lado contrario de la ciudad. Casi siempre se aburre de esperar y se echa al asfalto al primer hueco que atisba entre los vehículos. A esas horas ambas aceras están muy concurridas de gente esperando en el bordillo para cruzar, y él se ve obligado a romper esa barrera humana a empujones y pisotones para no verse engullido por los coches. Saca los codos, baja la cabeza para que no le vean mucho y avanza sin mirar atrás. Me come los higadillos.

Vuelvo al episodio de ayer. Resulta que a mí me tocó esperar al semáforo en primera línea de la barrera humana, y al chico le tocó justo enfrente de mí. Entre ambos, la marea de coches y camiones de costumbre. Al poco rato, se abrió un hueco entre dos camiones; el chico aprovechó la ocasión y brincó hacia delante. Un segundo después lo tenía frente a mí. Si me hubiera apartado un poco, el chico se habría acabado de hacer espacio con el hombro, probablemente me habría pisado y habría bajado la cabeza como un miura. Pero ayer me levanté cerril y no me aparté. El chico dudó un instante, me miró, se quedó parado en el asfalto y fue un camión lo que le embistió a él.

Salió despedido unos cuantos metros y, tras varios tumbos, cayó sobre la carretera. El camión dio un volantazo y sus neumáticos evitaron el cuerpo, pero se llevó por delante algún coche cercano. Entonces el conductor del camión debió de dar a un botoncito en la cabina, porque la matrícula se ocultó de repente entre los bastidores. Aceleró y se perdió en la marejada de la gran ciudad.

“¡Que alguien llame a una ambulancia”, gritó una voz femenina. Pero el semáforo se había abierto y yo ya estaba, como cada mañana, camino del trabajo.

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